Cinco millones de cerdos by Javier Arriero

Cinco millones de cerdos by Javier Arriero

autor:Javier Arriero
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Variada
publicado: 2006-08-09T22:00:00+00:00


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Había focos taladrando la oscuridad, moviéndose de un lado a otro, y un rumor de voces llegaba desde el halo de claridad que proyectaban. Cuando estuvimos lo suficientemente cerca para distinguir siluetas Carl susurró, para aquí un momento, para. Se colgó la mochila, empuñó el fusil. También él parecía nervioso, pero no asustado. Ese tipo de tensión como un músculo encogiéndose.

- Os tendré en el punto de mira - dijo.

Abrió la puerta y se escabulló hacia la oscuridad. La tensión de Jim era distinta. También la mía. Arrancó otra vez.

- Podríamos dar media vuelta ahora - dijo - podríamos dar la vuelta, antes de que nos descubran.

Era como llegar al final de algo. Esa clase de decisión sostenida por la armazón de una idea. Bastaba la fuerza racional del convencimiento para mantener su inercia. Uno de los carros estaba volcado y había esparcido su carga. Alrededor, cruzados en la carretera, había varios todoterrenos con grandes focos acoplados al techo. No eran vehículos militares. Se oían alaridos. Hubo uno, más agudo, elevándose sobre los otros, escalofriante, como el que emitiría un cerdo al ser degollado. De repente se apagó, y el silencio que dejó al extinguirse fue todavía más pavoroso. Jim frenó.

- Nos vamos - dijo - ¡Quieras o no quieras!

Tenía una expresión más que decidida. Desesperada. En ese momento cayó sobre nosotros uno de los focos. Hubo gritos, más tajantes, casi voces de alarma. Jim se colgó del cuello la identificación de prensa, parecía un escapulario y la apretaba como si tuviera la misma utilidad. También yo tenía miedo. Ya no se trataba de la abstracción redentora de una idea, sino de hechos. Estaba allí, y ningún razonamiento podía llevarme de vuelta. De alguna manera esa decisión se había agotado y lo que sucediera después no guardaba relación con la voluntad o el pensamiento, ni siquiera con el valor.

- Gira - le dije - ¡Gira!

- Tarde.

Dos hombres avanzaban hacia nosotros, uno por cada lado del vehículo. Portaban fusiles, pero no vestían uniforme. Se asomaron al interior. Barbados, con cananas cruzadas sobre el pecho, tenían un vago aspecto de cazadores. Jim mostró la identificación de prensa a través del cristal. Abrieron la puerta, nos sacaron del coche a rastras, había odio en la forma en que nos vapuleaban. Jim se sacudió, dijo algo en su idioma, apartándole, luego vino a apartar al mío, todavía gritando, esgrimiendo la identificación de prensa. En sus miradas había curiosidad, también repulsa; el modo en que uno observaría el corretear de una rata en un laberinto. Esa repulsión incomprensible era más perturbadora que los fusiles.

Uno de ellos tenía un pequeño hacha de cortar leña y el filo estaba manchado de sangre y pelo. Sus dedos empezaron a moverse sobre el mango mientras Jim seguía gritando en su idioma, alzando la identificación de prensa. Los dedos se cerraron con fuerza sobre la madera y metí la mano en el bolsillo de la chaqueta, tanteando la culata de la pistola. En ese momento llegó un grito desde la zona iluminada por los focos.



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